FILOSOFÍA: Pausar la vida para habitarnos mejor, por el filósofo José Miguel Valle

El filósofo nos habla de la importancia de no hacer nada y los beneficios de contemplar la vida pasar, un alegato en favor de la vita lenta.

Por José Miguel Valle

Luis García Montero repite en las páginas de Las palabras rotas la certeza de que la vida acelerada en la que estamos inmersos se ha apropiado de los tiempos de espera. “Merece respeto lo que lleva tiempo”, se puede leer, y por tanto es tentador argüir que lo que no demanda tiempo se antoja poco valioso.

Me gusta señalar que quienquiera que haga algo apresuradamente es porque lo que hace no tiene excesiva relevancia. Si la tuviera, no requeriría celeridad. Lo relevante en la experiencia humana siempre solicita la comparecencia de un tiempo apaciguado y de una observación atenta y remansada sobre lo inactual.

Sin espera, sin el concurso del tiempo en los procesos que llevan tiempo, no hay posibilidad de sedimentación, de hábito y memoria, que son claves en la construcción de aprendizaje, sobre todo de aprendizaje práctico, aquel con capacidad de permear en el pensamiento y en la afectividad y devenir en práctica de vida.

La tan encomiada experiencia no consiste en la acumulación de hechos o de acontecimientos episódicos, sino en una elaboración permanente en la que se delibera sobre el contacto del mundo para volver a instalarnos en ese mundo con una sentimentalidad y una conducta más afinadas e inteligentes. Se trata de convertir el tiempo en un lugar en el que la experiencia se pueda transfigurar en aprendizaje.

Que la memoria y el entramado afectivo (si es que no son la misma dimensión) dialoguen con el latido del ahora para su comprensión y absorción. 

Nadie me ve ni me oye en este instante de recogimiento matinal, pero mientras mis dedos dan saltos por el teclado para escribir estas palabras estoy canturreando la canción Otra vida de Franco Battiato. Mi cantante favorito diagnostica en esta tonada que el género humano occidental está aquejado de un malestar para el que no sirven terapias ni tranquilizantes, no son útiles ni los excitantes ni las ideologías, sino que “se quiere otra vida”, o acaso otra manera de acomodarnos en ella.

Se quiere otra vida en la que el yo no se “desyoice” con tanta frecuencia y tanta entropía. Creo que el artículo en el que interrelacionaba la bondad con la inteligencia se convirtió en un fenómeno viral porque somos muchas las personas que anhelamos otra vida articulada por otras formas más parsimoniosas de relacionarnos con el tiempo, la otredad, la naturaleza y la memoria en la que se fija nuestra mismidad. Una vida en la que la vida esté en el centro y no desplazada a la periferia por las lógicas económicas.

A la filósofa y poeta Chantall Maillard le he oído alguna vez afirmar que no somos, sucedemos. Es fácil agregar que para suceder es necesario disponer de tiempo, pero no de un tiempo cualquiera, sino de un tiempo reposado y aplicado en el que nos demos cuenta de que estamos sucediendo. Quizá sea un tiempo de no hacer nada relacionado con lo productivo en su acepción neoliberal, que es el tiempo destinado a ser, mirar, estar, sentir, acontecer, pensar.

No hacer nada no es petrificación estatuaria ni dilapidación del tiempo. No es la esterilidad que recrimina unidimensionalmente el dogma de la rentabilidad monetaria, ni esa irresolución que asesina lo posible. No hacer nada es una actividad que deberíamos practicar a menudo para tomar conciencia de la absurdidad de cosas que hacemos cuando no paramos de hacer cosas.

Igual que la conciencia de la mortalidad nos ayuda a tomar una conciencia más exacta de la vida, interrumpir o al menos pausar el mundo nos ayuda a discernir qué estamos haciendo cuando ese mismo mundo nos aboca a la ininterrupción. Acucia la construcción de tiempos en los que seamos autolegisladores de nuestro tiempo. Es el único sitio posible desde el que podemos aspirar a vidas dignas.

Fuente: Cultura Inquieta

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